Ya no soy la misma ¿o sí? [5ª ola]
& ejercicios de escritura para entender a la soledad.
Es invierno, el sexto día de invierno y tengo las manos heladas. Estoy sola en mi airbnb en Palermo, echada en mi cama desordenada y escucho el pasar de los carros demasiado cerca. El primer piso que da a la calle tiene esa desventaja, se escucha todo lo que pasa fuera. No me puedo desconectar del mundo, crear mi burbuja imaginaria y escribir como si estuviera en el Polo Norte. Aunque no sé si quisiera sentirme tan aislada, tan sola. Sola. Lo dije. Una palabra que ya no me gusta tanto usar, por alguna razón. Específicamente desde que empecé una relación hace casi tres meses. Mi primera relación. Me pregunto por qué. Siempre he sido esa clase de mujer que disfrutaba estar sola a un nivel incalculable, casi a la altura de Virginia Woolf o Sylvia Plath. Me llevo bien conmigo misma, me gusta quién soy, he desarrollado, a lo largo de mis 26 años soltera, una inclinación al silencio, al mar, a la tranquilidad y a mi propia voz. Nunca he tenido que escoger, siempre fui solo yo, y me bastaba. Me sentía atraída a los hombres, sí, lo acepto, los observaba, a veces sentados en cafés, en librerías, nadando, pero eso era todo. Era una observadora esperando que algo pasara, no quería esforzarme en los hombres. Qué pereza. Quería (y quiero) esforzarme en cosas más profundas: en convertirme en mejor escritora, en una mujer independiente financieramente, más segura de sus decisiones y sus palabras, más sana, más ágil, más sabia. Siempre quise (y quiero) renovar mi presente siendo mejor humana. Mi foco estaba en mí y en mi vida. Se me daba muy natural, y todo lo demás era solo un extra.
Cuando vivía en Barcelona, me sacaba dejando un día a un café, me divertía conocer diferentes barrios, sentarme a observar lo nuevo y escribir. Recuerdo el café de la calle Roselló, donde me sentaba en la barra con vista a la calle y a las personas. Iba en la tardes, después de mis clases de Escritura Creativa y recuerdo haber pensado mientras caminaba: soy invencible. Me sentía ganadora en la vida. Yo pensaba: Aquí estoy, yendo a escribir a un café por elección propia, a estar con nadie más que conmigo, y a permitirme pensar o hacer o decir lo que mi cabeza quiera y llamarlo libertad. El tiempo conmigo misma se sentía así: como un hogar en plena calle.
En mi cabeza, yo no podía mantener esos momentos conmigo misma y tener una relación a la vez. Se sentía muy difícil que esas dos ideas convivan dentro de mi propia casa. Porque a pesar de todo, a pesar de mi afición por la soledad y el gran amor hacia mi persona y mi vida, en el fondo, existía un anhelo en forma de susurro que decía: mírame. El anhelo de la compañía. Por más independiente y libre que me gustaba sentirme, mi necesidad de vincularme con otros humanos se escondía en mi interior al punto de doler. Un día desperté y la soledad me dolía. Era una moneda que giraba y me mostraba diferentes caras dependiendo de lo que estaba viviendo. Fue en Australia que me acostumbré a ese dolor. Seguía disfrutando de ir a cafés y escribir, pero ahora convivía con este dolor nuevo que empezó a aparecer de a pocos, asomándose en mi ventana como un huracán. Y tal como un huracán, arrasó conmigo.
Amé estar sola.
Lloré por estar sola.
Me enojé por estar sola.
Anhelé estar sola.
Pasé por todas las fases de la soledad. Y en cada una vi diferentes partes de mí. Una de ellas cree que prefiere estar sola por no querer ver su sombra a través del resto. Otra cree que una relación es sinónimo de conflicto y huye de eso. Otra cree que no será libre. Otra cree que le tendrá miedo a sentirse sola. Otra cree que sí es posible la convivencia.
Hace unas horas leí que la palabra “sola” deriva de la raíz indoeuropea *swé-, relacionada con el pronombre reflexivo “sí mismo”. Tenía sentido creer que una parte de mi misma se perdía al dejar de estar sola. Está hasta en el lenguaje.
Pero no pasó. Van solo tres meses, y me he tomado la tarea de analizarme, cuestionar cuándo la soledad viene y cómo se siente: ¿bien, mal? ¿la disfruto? ¿me duele? Y ha habido un poco de todo. Creo que una parte de mí quería encontrar una respuesta precisa, pero la vida no es blanco ni negro. Hay grises necesarios de comprender y habitar. Siento que la soledad es una gran gris.
Ya no soy la misma. Mi percepción de sentirme sola ha cambiado, y mi percepción de las relaciones también. Sigo buscando esa quietud, ese silencio interno y esas respuestas sabias que se parecen a una brújula mística. Lo impresionante es que esos momentos se quedan, y no cuesta mucho ir a buscarlos. Tal vez el desafío ahora está en crearlos. Crear la soledad cuando una vive acompañada. Es elegirla cuando hay opciones en la mesa. Y para mí, seguir eligiéndola solo significa que la sigo apreciando.
Entender nuestra relación con la soledad nos va a ayudar a encontrar respuestas internas que antes no veíamos, nos revela partes de nosotros que se esconden por miedo a lo que pasará después. Agarra tu diario, tu cuaderno, un papel y escribe. Te traje cinco preguntas y cinco ejercicios que te ayudará a entenderla.
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