Estoy enamorada, oh-oh.
Es el pensamiento con el que me levanté hoy. Mi cuerpo se eriza debajo de mi pijama, doy vueltas en la cama aún con los ojos cerrados, intentando volver al sueño que me hizo tener ese pensamiento. No puedo volver, abro los ojos y levanto la mitad de mi cuerpo a la velocidad del exorcista, dándome cuenta de la gravedad del asunto: estoy enamorada.
Aunque llamar gravedad al amor suena erróneo, hasta incorrecto. Sé que, por mi naturaleza y mi forma de pensar durante los primeros veinticinco años de mi vida, relacioné al amor romántico con el monstruo que vivía debajo de mi cama. Me asustaba el amor, sí, seré directa, me asustaba compartir palabras íntimas y decir la verdad con los ojos, me asustaba ser escuchada con tanta atención que no sepa cómo responder, me asustaba la entrega absoluta que yo sabía que podía dar a otra persona, especialmente si la amaba. Crecí leyendo novelas de amor y trilogías fantásticas, intentando entender lo que significaba el amor hacia una pareja. Me avergonzaba pero no, no sabía su significado. La única prueba de su existencia fue ahí, en páginas inventadas y personajes ficticios, y vaya que fue suficiente para poder imaginarlo en mi cabeza. Nunca tuve al amor como un ejemplo directo en mi vida. Mis padres no pusieron su granito de arena. No juzgo, pero en mi casa se vivió la guerra del amor. Teníamos la definición al revés. Todos los días se respondía a la pregunta: ¿quién va a ganar hoy? Y tal como en los Juegos del Hambre, solo podía ganar uno. Era una cuestión de defensa—ataque, se pensaba en estrategias de combate, en posibles argumentos de destrucción, en golpear con la crítica y dejar bien en claro que no somos un equipo, eres tú versus yo.
Entonces mi yo infante pensaba, si eso es el amor, ¿por qué quisiera tenerlo en mi vida cuando sea grande? ¿Por qué quisiera crear una guerra en mi casa cuando puede haber paz si estoy sola? El amor es una guerra era la creencia que se había quedado tan pero tan presente y latente en mi cráneo que iba a tomar, no solo libros de autoayuda, sino años de escritura y lectura, borrar para reemplazarla. Nunca fui a terapia, pero tal vez lo haga en el futuro. Aún me quedan algunas sílabas restantes que quieren volver a formar viejos patrones. Pero ahora sé mucho más y mejor. La edad te da sabiduría y objetividad, creo. Quiero creerlo.
Tengo veintiséis ahora. Algo dentro de mí siempre me dijo que no podía ser verdad aquello del amor, que sí era posible arrancar las flores marchitas de mi jardín y plantar nuevas semillas. Ser paciente, regarlas a diario y ver su crecimiento. Apreciarlo. Tuve diecinueve cuando un amigo se enamoró de mí en un pequeño pueblo a las afueras de Nueva York. Sabía lo que estaba pasando, que nuestra amistad estaba evolucionando hacia un vínculo más cercano. Después de tres meses me confesó algo que había desarrollado sentimientos grandes hacia mí y quería empezar una relación. Me reí de nervios, le dije que no y que prefería ser su amiga. En mi cabeza, la palabra relación me generaba sudores en el estómago y me dejaba sin hambre por horas. Ese amigo, llamémosle Pocho, era una de las personas más nobles que había conocido a mi corta edad y si les soy completamente sincera, yo también había desarrollado sentimientos grandes hacia él. Me gustaba que me mire, que me preparara comida peruana estando tan lejos, que me esperara después del trabajo para caminar conmigo a casa, a pesar de que yo salía una hora más tarde. A veces tres. Poncho fue la primera persona en mi vida que me enseñó que el amor puede nacer en cualquier momento cuando dos personas se unen y deciden ser equipo y no enemigos de batalla. A pesar de que yo no fui el mejor equipo. Aún no era consciente de todo lo que ahora escribo y tenía miedo. La noche que me confesó sus sentimientos hacia mí, lo abandoné en la cocina. Puedo recordarlo muy bien. Había puesto mi canción favorita en su teléfono, me mandó un mensaje y me dijo que fuera a verlo. Lo hice. Apenas llegué, pasó todo muy rápido. No lo dejé ni terminar, y se me salió un ¿eso era todo? maligno de algún lugar del corazón. Nadie me iba a quitar mi paz. Cuando me fui, lo seguí viendo por la ventana de la cocina, solo, como un enanito jorobado y derrotado. Sin querer, lo hice y no lo volvería a hacer nunca más: gané la guerra.
Pocho fue quien marcó el inicio de mis cuestionamientos en el amor, de mis preguntas hacia sus posibles resignificaciones. Hubieron etapas de pausa y de encuentro, de curiosidad y deseo, de miedo a la mala compañía y a la falsa sensación de soledad eterna, de esas que duelen y te hacen pensar que morirás sin flores ni gente. Como dije, la edad te hace tener perspectiva sobre los pensamientos del pasado. El amor es una guerra nunca se sintió como algo propio, más bien como una espina que nadie podía ver pero dolía con solo estar. Era necesario buscarla para removerla del jardín. Siento que mi búsqueda estos últimos dos años ha sido meticulosa, me he sumergido en mi cabeza y reparado muchos objetos inútiles y afilados. Me he tomado el tiempo y la gran tarea de pensar en el amor. A pesar de que Cortázar dice que el amor no tiene lógica, quiero entenderlo. Quiero alinear mi pensamiento con lo que quiero sentir. Eliminar a la guerra del pasado y abrirle la puerta a la tranquilidad del presente. Soy una principiante completa y con muchas ganas de aprender. Hace un año y medio la vida me dio la oportunidad y la he tomado como si fuera mi misión de vida: amar bien.
Estoy enamorada y me conmueve profundamente sentir paz. Todo a la vez.
Con amor & calma,
C.
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Soy un convencido de que el amor, sea romántico o portando cualquiera de sus caras, nos visita para recordarnos que vivir es también permitirnos ser vulnerables, y nos susurra enseñanzas sobre nosotros mismos si estamos dispuestos a escuchar. Me hace sonreír saber que estás escuchando.
Que el amor te siga visitando!
Precioso ensayo… ánimo con cuidar ese bello sentimiento y mantenerlo calentito o florido, si es lo primero no olvides echar leña y si es lo segundo riégalo a diario.